«Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?» (Mc 8,29). Hace dos mil años un hombre formuló esta pregunta a un grupo de amigos. Y la historia no ha terminado aún de responderla. El que preguntaba era simplemente un aldeano que hablaba a un grupo de pescadores. Nada hacía sospechar que se tratara de alguien importante. Vestía pobremente. El y los que le rodeaban eran gente sin cultura, sin lo que el mundo llama «cultura». No poseían títulos ni apoyos. No tenían dinero ni posibilidades de adquirirlo. No contaban con armas ni poder alguno. Eran todos ellos jóvenes, poco más que unos muchachos, y dos de ellos -uno precisamente el que hacía la pregunta- morirían antes de dos años con la más violenta de las muertes. Todos los demás acabarían no mucho después, en la cruz o bajo la espada.
Eran, ya desde el principio y lo serían siempre, odiados por los poderosos. Pero tampoco los pobres terminaban de entender lo que aquel hombre y sus doce amigos predicaban. Era, efectivamente, un incomprendido. Los violentos lo encontraban débil y manso. Los custodios del orden le juzgaban, en cambio, violento y peligroso. Los cultos le despreciaban y le temían. Los poderosos se reían de su locura. Había dedicado a Dios su vida entera, pero los ministros oficiales de la religión de su pueblo lo veían como un blasfemo y un enemigo del cielo.
Eran ciertamente muchos los que le seguían por los caminos cuando predicaba, pero a la mayor parte les interesaban más los gestos asombrosos que hacía o el pan que les repartía alguna vez que todas las palabras que salían de sus labios.
De hecho, todos le abandonaron cuando sobre su cabeza rugió la tormenta de la persecución de los poderosos y sólo su Madre y tres o cuatro amigos más le acompañaron en su agonía. La tarde de aquél viernes, cuando la losa de un sepulcro prestado se cerró sobre su cuerpo, nadie habría dado un céntimo por su memoria, nadie habría podido sospechar que su recuerdo perduraría en algún sitio, fuera del corazón de aquella pobre mujer -su madre- que probablemente se hundiría en el silencio del olvido, de la noche y de la soledad.
Y, sin embargo, veinte siglos después, la historia sigue girando en torno a aquél hombre. Los historiadores, aun los más opuestos a él, siguen diciendo que tal hecho o tal batalla ocurrió tantos o cuantos años antes o después de él. Media humanidad, cuando se pregunta por sus creencias, sigue usando su nombre para denominarse. Dos mil años después de su vida y su muerte, se siguen escribiendo cada año muchos libros sobre su persona y su doctrina. Su historia ha servido como inspiración para, al menos, la mitad de todo el arte que ha producido el mundo desde que él vino a la tierra.
Y cada año muchos hombres y mujeres lo dejan todo para seguirle como aquellos primeros amigos. ¿Quién es este hombre por quien tantos han muerto, a quien tantos han amado hasta la locura y en cuyo nombre se han hecho también tantas violencias? Desde hace dos mil años, su nombre ha estado en boca de millones de agonizantes, como una esperanza, y de millares de mártires, como un orgullo. ¡Cuántos han sido encarcelados y atormentados, cuántos han muerto sólo por proclamarse seguidores suyos! Y también ¡cuántos han sido obligados a creer en él con riesgo de sus vidas, cuántos tiranos han levantado su nombre como una bandera para justificar sus intereses o sus dogmas personales! Su doctrina, paradójicamente, inflamó el corazón de los santos y las hogueras de la Inquisición. Discípulos suyos se han llamado los misioneros que cruzaron el mundo sólo para anunciar su nombre y discípulos suyos nos atrevemos a llamarnos quienes hemos sabido compaginar el amor a él con el amor al dinero.
¿Quién es, pues, este personaje que parece llamar a la entrega total o al odio frontal, este personaje que cruza de medio a medio la historia como una espada ardiente y cuyo nombre -o cuya falsificación- produce frutos tan opuestos de amor o de sangre, de locura magnífica o de vulgaridad? ¿Quién es y qué hemos hecho de él, cómo hemos usado o traicionado su voz, que jugo misterioso o maldito hemos sacado de sus palabras? ¿Es fuego o es opio? ¿Es bálsamo que cura, espada que hiere o morfina que adormila? ¿Quién es?
Pienso que el hombre que no ha respondido a esta pregunta puede estar seguro, de que aún no ha comenzado a vivir. Gandhi escribió una vez: «Yo digo a los hindúes que su vida será imperfecta si no estudian respetuosamente la vida de Jesús». ¿Y qué pensar entonces de los cristianos, que todo lo desconocen de él, que dicen amarle, pero jamás le han conocido personalmente?.
J.L. MARTIN DESCALZO. Vida y misterio de Jesús de Nazaret, I, Salamanca 1992, pp. 9-10.