LOS RELATOS DE MILAGROS

  Por P. Pedro Pablo Zamora Andrade

Misionero Redentorista

Introducción   

Nos interesa estudiar los relatos de milagros porque son presentados como «sig­nos» de la llegada del Reino de Dios (los exorcismos: Lc 11,­20; Mt 12,28). Ac­tualmente, los mu­chos proble­mas planteados por la exége­sis han cau­sa­do una gran perpleji­dad, de forma que es posi­ble comprobar una imponente falta de interés por ello­s, que raya en los límites de la descon­fianza. Mu­chos libros de cristo­logía práctica­mente los silencian por la incomo­didad que repre­sentan.

   Distintas actitudes ante el milagro

   1. Dogmática o apologética

   Durante mucho tiempo el problema de la autenticidad histórica de los evan­gelios coincidió con el de la autenticidad de sus autores. Apoyándose en el testimonio de la tradición, el exegeta atribuía los evangelios a los apóstoles (Mt-Jn) y a discípulos directos de los apóstoles (Mc-Lc). Puesto que los evan­gelios emanan de manera inmediata o mediata de testigos oculares, es evidente que nos ponen en presencia del mismo Jesús en todo lo que nos refieren. Los textos son transparentes y la autenticidad histórica no constituye problema alguno. Quienes leen los textos bíblicos con esta actitud, pien­san que todas narra­ciones son historia o biografías.

   La apologética clásica, por su parte, valoró los milagros como argumento privilegiado para demostrar la divinidad de Jesús. En sentido negativo, San Agus­tín tuvo que afrontar un hecho que cada vez se imponía más en su época: como ya no se producían milagros en la Iglesia de su tiempo, tiende a de­sestimar su valor y alcance. Los milagros, dice, son una concesión a la debilidad de los hombres: «el cristiano es tanto más fuerte cuanto menos los busca».

   2. Escéptica

   A partir del siglo XVIII y por influjo del racionalismo se comienza a poner en tela de juicio la autenti­cidad de las fuentes. Los milagros serían medios ingenuos e insostenibles, que no están a la altu­ra de las exigencias cultu­rales del hombre moderno. Responderían a un ambiente cultural mítico donde hay espacio para ánge­les, demonios, exorcismos, aparicio­nes, etc. Por tanto, es necesario desmitizar­los o desmitologi­zarlos; es posible que algún mensaje podamos sacar para nuestra vida. Así piensa R. Bultmann.

   Según Baruc Spinoza, el milagro es: «derogación de las leyes de la natura­leza». Para él, el milagro es imposible. Suponerlo posible es un sacrilegio, porque con ello se acusa a Dios de romper lo que él mismo ha establecido: las leyes de la naturaleza. F.M.A. Voltaire rechazaba el milagro porque lo consideraba un insulto a Dios: en el caso de haberlo hecho, Dios habría corregido la naturaleza y, en consecuencia, se habría corregido a sí mismo. Sin em­bargo, el hombre bíblico no conoce las leyes de la naturaleza; por eso, el milagro no es considerado como derogación, violación o suspensión de las leyes de la naturale­za por obra de Dios.

   Una actitud distinta frente al milagro es asumida por algunos estudiosos de la Biblia. Un caso especial es el de H.E.B. Paulus. Este autor prefiere reinterpretar muchos milagros evangélicos en clave racionalista. Es decir: hay que colocar el milagro dentro de los parámetros de la razón.

   3. Crítica

   La tradición sobre los milagros no se puede suprimir de los evangelios por su abundancia y porque pertenece a los estra­tos más antiguos del Nuevo Testamento.[1] No hay ningún exegeta digno de tomarse en serio que no admita un substra­to fundamen­tal de acciones de Jesús históricamente cier­tas. La tradición evangélica sobre los mila­gros sería absolutamen­te inexpli­cable si la vida terrena de Jesús no hubiera dejado la impresión y el recuerdo gene­ral, que luego hizo posible presentar a Jesús como obrador de milagros. Sin un apoyo cierto en la vida de Jesús la tradición sobre los milagros no sería posi­ble; en consecuencia, es posible estudiarlos con los mismos criterios utilizados por la crítica histórica para la constatación del Jesús histórico. Así mismo, nos apoyaremos en los aportes de la crítica literaria porque el «mila­gro» es un género literario que existía en la antigüedad.

   Jesús y los milagros

   Los evangelios refieren numerosas curaciones reali­zadas por Jesús. Las historias sinópticas de milagros encajan muy bien con su época. El que por aquel entonces oía hablar de los milagros de Je­sús, sabía que había tam­bién taumaturgos en otras partes, a quienes se atribuían curaciones y hechos especiales. El primer siglo de la era cristiana fue una época en la que apare­cieron en gran número carismáticos y sanadores obradores de milagros. Esto significaba una reavivación de algunas experien­cias y facultades que habían permanecido olvidadas durante casi tres siglos o habían quedado relega­das a un segundo plano.

   En el ambiente helénico, por ejemplo, es conocido Apolonio de Tiana (hacia el 3-97 d.C.), quien recorría los países como carismático obrador de milagros. El Nuevo Testamento nos habla de Simón el Mago (Hch 8,9-11). En Israel se atri­buían milagros a Hanina ben Dosa (hacia el 70-100 d.C.) y a Eliezer ben Hir­ca­no (hacia el 90-130 d.C.), dos rabinos de prestigio. En Epidauro se crea una institución de sanación que sobrevivirá a los siglos, y en la que un cole­gio institucionalizado de sacerdotes se preocupaba de que hubiera expe­riencias de curaciones en el templo del dios Esculapio. Un relato narra la curación de un mucha­cho que era mudo:

   «Había venido al templo en busca de ayuda a causa de su mudez. Cuando trajo su primer sacrificio y después de haber ejecutado las ceremonias de costumbre, dijo el sacerdote al padre del muchacho: cuando hayas alcanzado tu deseo, ¿prometerás que dentro de un año vas a traer la ofrenda debida en gratitud por la curación? Entonces, de pronto, gritó el muchacho: ¡Lo prometo! El padre se asustó y le dijo que hablara otra vez. El muchacho habló de nuevo y quedó cura­do desde aquella hora».[2]

   La crítica histórica

   La tradición de los milagros se puede examinar con ayuda de los mismos cri­terios que son válidos para la constatación del Jesús histórico en general.  Entre los más importantes anotamos:

   -el criterio del «testimonio múltiple» nos permite constatar que el hecho de los milagros de Jesús se afirma en casi todas las fuentes que poseemos: Mc, Lc, Mt, Jn, Hch (2,22; 10,38), Heb 2,3-4), la tradición talmúdica y los apó­crifos. Ade­más, aparecen también en las fuentes literarias más diversas: suma­rios, dis­cursos, contro­versias.

   -el criterio de «discontinuidad» ayuda a establecer la autenticidad de un dato evangélico, irreductible tanto a las concepciones del judaísmo como a las de la Iglesia primiti­va.

   Un ejemplo podrían ser las curaciones en sábado y las conse­cuentes discu­siones sobre el descanso sabático (Mc 1,23-28; 3,1-6; Lc 13,10-17). Aquí entra tam­bién la actividad de exorcista de Jesús. La acusación que se le hace de arrojar los demonios en nombre del príncipe de estos (Mc 3,22b) no se justificaría de no haber existido los hechos que la provocaron. Esta acusación difícilmente ha sido inventada. La acusa­ción muestra además que los milagros de Jesús no po­dían ser negados por sus enemigos. La observación que, en Nazaret, Jesús no pudo realizar ningún prodigio a causa de la incredulidad de sus habi­tantes (Mc 6,5), tiene visos de historicidad porque constituye un ele­mento desconcertan­te para la comunidad pascual.

   -el criterio de «conformidad» afirma: un dicho o un hecho de Jesús será au­téntico si, además de armonizar perfectamente con su ambiente y su época en íntima coherencia con el núcleo de su mensa­je: la venida y la instauración del reino mesiánico. Ahora bien, los milagros son inseparables del tema del reino. En las acusaciones que Jesús lanza contra las ciudades impenitentes de Cora­zaín, Cafarnaún y Betsaida, alude a sus milagros como signos y llamadas de Dios a la penitencia y a la conversión ante la inminente llegada del reino de Dios (Mt 11,20-24; Lc 10,12-15). Desgraciadamente, los habitantes de estas ciudades no responden a la predicación de Jesús ni a los signos visibles del reino.

   -el criterio de «explicación necesaria» es una explicación del principio de razón suficiente al caso de los evangelios. Si frente a un conjunto considera­ble de hechos que postulan una explicación coherente y suficiente, la que se ofrece ilumina y recoge armónicamente todos estos elementos, que de otro modo serían un enigma, podemos concluir que nos encontramos ante un dato auténtico. En el caso de los milagros, tenemos una decena de hechos irrefutables que re­quieren una explicación: la gran popularidad de Jesús ante los milagros por él realizados, la fe de los apóstoles en su mesianidad, el espacio que ocupan los milagros en la tradición sinóptica y joanea, el odio de los sumos sacerdo­tes y de los fariseos a causa de los prodigios operados por Jesús (Mc 3,22ss; Jn 5,1ss; 9,1ss), el nexo constante entre los milagros y el mensa­je de Jesús sobre la venida decisiva del reino, el lugar que ocupan los mila­gros en el kerigma, la íntima relación entre la pre­tensión de Jesús como Hijo de Dios y los mila­gros como signo de su misión, la reserva habitual de Jesús en llevar­los a cabo, su carácter público. Todos estos hechos exigen una «razón suficien­te», es de­cir, la realidad misma de los mila­gros.

   -el «estilo» de los milagros de Jesús. En efecto, en ellos, igual que en su enseñanza topamos con un estilo inconfundible, sencillo y sobrio, cargado de autoridad, en un contexto religioso de una pureza y de una elevación singula­res. Este estilo contrasta con el de los apócrifos, ávidos de lo maravilloso. Así como la gnosis traicionó el evangelio reduciéndolo a una doctrina, los apócrifos lo traicionaron buscan­do sólo prodigios.

   Después de un examen crítico de las tradiciones de milagros en los evange­lios se deduce que no se puede negar un núcleo histórico de tal tradición. Jesús realizó acciones que maravilla­ron a sus contemporáneas.

   Crítica literaria

   Resurrecciones

   El relato de la resurrección de la hija de Jairo (Mt 9,18-26), el de la resurrección del hijo único de la viuda de Naín (Lc 7,11-17) y el de la reanima­ción de Tabitá (Hch 9,36-42) por Pedro, presen­tan rasgos característicos que revelan una serie de contac­tos con los relatos veterotestamentarios de resu­rrec­ción del hijo único de la viuda de Sarepta por Elías (1 Re 17,17-24) y del hijo de la Sunamita por Eli­seo (2 Re 4,18-37). En estos textos aparece la si­guiente disposición:

   -Circunstancias. La muerte del hijo o su inminencia incita a recurrir al que puede hacer el milagro: Elías, Eliseo, Jesús, Pedro. Si no está en el lugar, el taumaturgo acude.

   -Intervención del taumaturgo. Actúa solo, bien después de excluir a los asistentes, bien en presen­cia de los padres y discípulos, bien delante de la muchedumbre.

   -Alusión a todos después de la resurrección.

   Desde una perspectiva dogmática podemos afirmar que los hechos sucedieron tal y como se nos narran. Según la crítica literaria, no. Las resurrecciones presentadas por los evangelios tendrían como molde o modelo los relatos vete­rotestamentarios. Estos relatos tendrían un objetivo: mostrar que Jesús es superior a Elías, a Eliseo.

   Desde una perspectiva racionalista podemos comenzar pre­guntando: las personas de las que nos hablan estos relatos ¿estaban realmente muertas? La ciencia médica ha pasado por varias opiniones en torno al diagnóstico de la muerte. ¿Cuá­n­d­o se puede que una persona está realmente muerta? En un comienzo se pensó en la paralización cardiorrespiratoria, pero, posteriormente se llegó a la conclusión de que una situación tal sólo es premonitoria. Es posible que se dé parada cardiorrespiratoria en sujetos que no están realmente muertos. Posteriormente se pensó en la muerte cerebral porque en ella se da la muerte neuronal. Las dos tienen algo de relación porque una parada cardiorrespiratoria prolon­gada puede causar daños irreversibles en el cerebro y puede dejar al individuo en situación de muerte cerebral. Actualmente se propone el elemento de la irreversibilidad. Algunas legislaciones, por eso, exigen un período precautorio de veinticuatro horas antes del enterramiento. Y es que la muerte definitiva no acontece más que con el proceso de descomposición del cuerpo.

   Teniendo en cuenta los elementos anteriormente descritos, podemos afirmar que «para el diagnóstico de muerte se necesita la concurrencia de dos series de criterios. De una parte, el criterio clásico, el cese de funciones, bien cerebrales, bien cardiopulmona­res. Esta es condi­ción necesaria, pero no condición suficiente. La condición suficiente es la que se estableció científica­mente en tiempo de Virchow, la irreversibilidad, como consecuencia de la lesión celular o la muerte celu­lar».[3]

   Por eso sería necesario distinguir entre resucitar y reanimar. En castellano, resucitar significa devolver a la vida a quien está muerto. Por el contrario, reanimar significa estimular la función de algún órgano o aparato, o del cuerpo entero. Se reanima lo vivo y se resucita lo muerto.91

   Para otros autores, los relatos de resurrecciones de muer­tos son proclamables únicamente por su integración en la pascua de Jesús. El regreso de un difunto a la vida terrena, que termina nuevamente con la muerte, puede ser únicamente imagen de la redención cuando se tiene la mirada en Jesucristo, que resucitó definitivamente de la muerte y que es el garante de la vida eterna. La cuestión acerca de la vida y la muerte no puede plantearse radicalmente, pues, sino a partir de la pascua.

   Multiplicación de los panes

   Los relatos de multiplicación de los panes de los textos evangélicos (Mc 6,35-44; Jn 6,5-13) tam­bién guardan relación con algunos textos del Antiguo Testamento. Recorde­mos, por ejemplo, el milagro realizado por Eliseo en favor de los hijos de los profetas (2 Re 4,42-44). Las analogías se pueden concreti­zar así:

   -Reina el hambre: los hijos de los profetas no tienen qué comer (2 Re 4,38); Jesús está en un lugar desértico: ¿cómo dar de comer a la multitud? (Mc 6,32-34).

   -Eliseo desatiende las objeciones de su criado y ordena repartir los panes (2 Re 4,42); Jesús, sin tener en cuenta las objeciones de sus discípulos, orde­na repartir (Mc 6,37-41).

   -Todos son alimentados, y quedan restos (2 Re 4,44; Mc 6,42-44).

   Desde una perspectiva dogmática los hechos sucedieron tal y como son narra­dos. Según la crítica literaria, no. El relato de la multiplicación está toma­do de un texto antiguo y busca presentar a Jesús como superior a Eliseo porque logra alimentar a más gente con menos panes.

   Desde una perspectiva racionalista podemos interpretarla en la línea de Paulus como un ejemplo de condivisión. El número siete, signo de plenitud o perfección, aparece en los relatos (Mc 6,38; Mt 14,17; Lc 9,13; Jn 6,9); es decir, había pan y peces suficientes, pero nadie quería compartir. El gesto del joven (en Juan) o de los discípulos (en los sinópticos) genera una imita­ción masiva de condivisión. Al final todos comen y hasta sobra.

   La tempestad calmada

   También hay contactos análogos entre el relato de la tempestad calmada, según sus tres recensio­nes sinópticas (Mt 8,23-27; Mc 4,35-41; Lc 8,22-25), y el relato de Jonás 1,3-16.

   Para un dogmático, los hechos sucedieron tal y como son narrados por los textos sagrados. Para un crítico literario es un relato para presentar a Jesús superior a Jonás. Mientras Jonás tiene que ser arrojado al mar para que éste se calme, Jesús lo hace con una orden.

   Desde una perspectiva racionalista, podemos leer el acontecimiento de dos maneas:

a) según Paulus, la tempestad calmada es interpretada como un acto de obediencia al mandato de Jesús de trasladar la barca detrás de un monte para protegerla del viento. Según otros autores, la tempestad habría cesado «por casualidad» en el mismo momento en que Jesús se lo ordenaba;

b) Para interpre­tar el suceso de la tempestad calmada se puede utilizar otro texto del Nuevo Testamento (Hch 27,9-44). El protago­nista de este texto es Pablo. En una si­tuación simi­lar, Pablo apare­ce como el hombre pru­dente, posi­tivo y que in­funde confianza. Es así como el grupo logra salvar la vida. Su actitud logra que el grupo domi­ne la situación difícil por la que atravie­san. Parece que estas tor­mentas son frecuentes en el lugar.

Seguramente Jesús obró al es­ti­lo de Pablo, es de­cir, infundió con­fianza en sus discípu­los y con su actitud logró que los dis­cípulos superaran el impase.

   A propósito de otros milagros

   Los relatos que cuentan cómo Jesús cómo camina sobre las aguas (Mc 6,45-52) y que hablan de la trans­fi­guración de Jesús (Mc 9,2-10) son milagros de epifa­nía y se aproximan a las apariciones de Jesús Resucitado. A propósito de ellos se ha discutido ocasio­nalmente y se ha suscitado incesantemente la cues­tión de si estos relatos no narraban de por sí epifanías pascuales y fueron antepuestos secundariamente por los evangelistas, quienes los habrían inserta­do entre los actos realizados por el Jesús terreno. Es decir, son proyecciones de experien­cias pascuales in­troducidas en la vida terrena de Jesús o presenta­ciones ade­lantadas de Jesu­cristo glorificado o exaltado. Tal proceso sería posible al principio, porque para la comunidad el Jesús terreno y el Jesús exaltado son idénticos.[4]

   En relación con algunas «enfermedades»

   El poco avance de la ciencia médica en esta época lleva a la gente a inter­pretar de esta manera sus males. No hay duda que aquí tenemos un campo abonado para la superstición. Muchas personas acudían a los hechiceros y adivinos para conocer la causa de su aflicción; otros acudían a exorcistas profesionales que afirma­ban ser capaces de expulsar los malos espíritus y, aparentemente, a veces lo lograban.

   El «leproso» del que se nos habla en Mc 1,40-45 estaba aquejado por una enfermedad de la que se dicen muchísimas cosas en el Antiguo Testamento y en otros textos judíos. En la Misná, por ejem­plo, se habla de 24 clases de le­pra. En Lev 13 y 14 las descripciones van desde inflamaciones, costras o man­chas, tumores que se forman y luego se curan, dejando una inflamación blancuz­ca o rojiza, o de una quemadura con una excrecencia que va formando una de esas manchas. ¿La enfer­medad tiene los mismos sínto­mas de lo que hoy denomina­mos «lepra»? Es muy difícil que se trate de lepra incurable porque en Lev 14,1-32 se cuenta con la posibilidad de cura­ción y no se mencio­na los síntomas de la lepra en fase avanzada. Puede tratar­se de di­versas en­fermedades cutá­neas, de carácter benigno y no maligno, por las que la persona llegaba a ser cul­tualmen­te impura. 

   En Mc 9,14-27 es donde más cerca se llega de la definición relativamente precisa de una enferme­dad. El evangelista describe el cuadro de la enfermedad de un muchacho a quien conducen hasta Jesús. Y lo hace con bastante detalle. El joven se desploma frecuentemente, echa espuma por la boca, cruje los dien­tes y se queda yerto. Mateo resume el cuadro de la enfermedad diciendo que el enfermo se arroja a menudo al fuego o al agua (17,14-18), pero aporta su pro­pio diag­nóstico: el enfermo sería un lunático (17,15). Se trata de un epi­lép­tico. La enfermedad suscitaba terror y tenía diversos nombres. La asociaban con la he­chicería y la magia; los roma­nos la considera­ban un mal presagio. Se creía que existía un hechizo que asociaba la enfermedad con la luna. De ahí la denomi­nación del enfermo como «lunático».

   La creencia en los demonios la comporten los evangelios sinópticos con ex­tensas partes del mundo antiguo. Pero sorprende que, en comparación con el Antiguo Testamento, esa creencia tiene mucho relieve en los evangelios. Esto podría hallarse relacionado con Galilea, en cuya población el temor a los demo­nios había echado por aquel entonces profundas raíces. Dentro de este ambiente se creía que los demonios dominaban como malvados déspotas a los seres humanos y les causaban sufrimientos físicos y psíquicos.

   En primer lugar, tenemos la idea extrema de que un demonio -o también varios demonios- pueden alojarse en una persona, habitar en ella, tomar posesión de ella completamente. El «endemoniado», entonces, no es ya dueño de sí mismo, sino que aparece casi como un instrumento sin voluntad en manos del espíritu que lo domina.

   Pero, junto a los exorcismos, hay que tener en cuenta que se creía también que las enfermedades estaban causadas por demonios. Así se explica que también en las historias de curaciones aparezcan repetidas veces rasgos exorcísticos. En el caso del «poseso mudo» (Mt 9,32) o de la mujer encorvada que tenía un espíritu que la ponía enferma (Lc 13,11) o de la fiebre de la suegra de Pedro (Lc 4,38-39), hay que pensar en demonios que causaban enfermedades.

   Las historias de las curaciones que aparecen en los evangelios se acomodan por completo al hori­zonte de comprensión de sus destinatarios. Difícilmente podrá discutirse que Jesús actuó como exorcista. Se nos ha transmitido el re­proche que le hacen sus adversarios de que él arroja los demo­nios por medio de Beelzebul, príncipe de los demonios (Mc 3,22). En relación con todo ello se ha señalado la actividad de otros exorcistas, además de la de Jesús: «Y si yo expulso demonios por medio de Beelzebul, ¿por medio de quién los expulsan vues­tros hijos?» (Mt 12,27). Según esto, el pueblo estaba familiarizado con la actividad de los exorcistas.

   En la mentalidad popular, por tanto, era muy difícil trazar la frontera entre la enfermedad y la pose­sión diabólica. Jesús no se opone a tal mentali­dad; antes bien se sirve de ella para unificar los aspec­tos de su ministerio que le muestran en situación conflictiva, en lucha abierta contra el mal en todas sus formas. La parábola del vencimiento del fuerte está colocada en el contexto de los exorcismos: «Nadie puede entrar en la casa de un hombre fuerte y saquear sus bienes, si primero no le ata. Enton­ces saqueará su casa» (Mc 3,27). La enfermedad también se relacionaba con el pecado. La en­ferme­dad es inter­pretada como conse­cuencia del pecado personal o familiar: «¿Quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego?» (Jn 9,2).

   La «cuestión histórica» de los milagros

   a. Comencemos diciendo que, Jesús realizó menos milagros de los que apare­cen consignados actual­mente en los textos evangélicos. Hay que descontar los relatos que están duplicados (curacio­nes de ciegos: Mt 9,27-31 y 20,29-34; multiplicaciones de panes: Mc 6,35-44 y 8,1-9) y los «suma­rios» que hacen referencia a la actividad sanadora de Jesús (Mc 1,32-34; 3,7-12; 6,53-56). Haciendo esta sustracción permanecen los siguientes relatos de curaciones y de exorcismos:

   Cura­ción de un endemoniado (Mc 1,23-28); curación de la suegra de Simón (Mc 1,29-31); curación de un leproso (Mc 1,40-45); curación de un paralítico (Mc 2,1-12); curación del endemoniado de Gerasa (Mc 5,1-20); curación de la hija de una sirofenicia (Mc 7,24-30); curación de un tartamudo sordo (Mc 7,31-37); curación del ciego de Betsaida (Mc 8,22-26); curación de un endemoniado epilép­tico (Mc 9,14-29); curación del ciego de Jericó (Mc 10,46-52); curación del criado del centurión (Mt 8,5-13); curación de dos ciegos (Mt 9,27-31); curación de un endemoniado mudo (Mt 9,32-34); cura­ción de una mujer encorvada (Lc 13,10-13); curación de un hidrópico (Lc 14,1-6); curación de diez lepro­sos (Lc 17,11-19); curación del siervo del sumo sacerdote (Lc 22,51); curación de un enfermo en la piscina de Bezatá (Jn 5,1-9); curación de un ciego de nacimiento (Jn 9,1-12).

   b. La relación milagro-fe. En el Nuevo Testamento se considera necesaria la fe del taumaturgo (Mc 11,23-24). Sin embargo, esta fe no se le atribuye nunca a Jesús: él lleva a cabo el milagro en virtud del espíritu, del poder y de la autoridad que están presente en él y que resultan evidentes en sus órdenes eficaces.

   Podemos considerar la fe como un elemento específico de las historias evan­gélicas de milagros. En la mayoría de ellas esa fe se articula expresamente: «Y cuando Jesús vio la fe de ellos» (Mc 2,5); «En Israel no he encontrado en nadie tanta fe» (Mt 8,10); «Tu fe te ha salvado» (Mc 5,34; 10,52); «Gran­de es tu fe» (Mt 15,28).[5] Un requisito fundamental para que el milagro sea posible es la confianza y el deseo de querer curarse («viendo que tenía fe para ser curado»: Hch 14,9); por eso, la pregun­ta inicial es: «¿quieres curarte?» (Jn 5,6).

   También se menciona la fe en relación con los milagros en forma negativa: «¡Oh generación incrédula! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros?» (Mc 9,19). En Marcos 6,1-6a oímos hablar de una actua­ción de Jesús en su patria chica Nazaret, donde no tuvo éxito. Cuando está enseñando en la sinagoga en sábado, sus paisanos se escandalizan de él. La fracasada actuación en su patria no pudo tener lugar al principio de la actividad de Jesús (Lc 4,14-30). De los milagros se había oído hablar ya en su patria. Es evidente que ahora había gran expectación por ver lo que haría aquel hijo de la aldea. La tradición antigua dice que Jesús no pudo hacer allí ningún milagro (v. 5a). Marcos se esfor­zó en suavizar la dureza de esta observación (v. 5b).

   ¿Qué concepto de fe se maneja en los relatos de milagros neotestamentarios? La fe, en este contex­to, es la seguridad, la confianza de que el bien puede y ha de triunfar sobre el mal. Es la seguri­dad de que Dios es bueno para con el ser humano y puede y ha de triunfar sobre todo mal. Jesús, que tiene el poder de Dios, es más fuerte que el poder del mal. Aquí podemos ubicar la parábola del hom­bre que tiene que atar primero al dueño de casa para poder robarlo (Mt 12,29; cf. Jn 12,31).

   La fe era una actitud que la gente aprendía de Jesús a través de su contac­to con él, casi por conta­gio. La fe no era enseñada sino captada. De este modo comenzaron a observarle y a pedirle: «Aumén­tanos la fe» (Lc 17,5). Cuando Je­sús, según Mc 9,23, dice: «Todas las cosas son posibles para el que cree», estas palabras son una invitación a compartir su fe. Jesús, por tanto, era el iniciador de la fe. Pero una vez que ésta había sido iniciada, podía difundir­se de una persona a otra. Los discípulos son enviados por Jesús a despertar la fe en los demás (Hch 14,8-10; 3,1-10).

   c. Los exorcistas profesionales atribuían su éxito a la observancia exacta de ciertas fórmulas rituales antiguas. Este ritual incluía acciones simbóli­cas, el empleo de ciertas sustancias y la invoca­ción de personajes antiguos y famo­sos (Salomón) que les habían revelado el ritual.

   Jesús era diferente de estos exorcistas profesionales de la época. Tal vez en ocasiones hizo uso de su propia saliva, una sustancia a la que solía atri­buirse una virtud medicinal (Mc 7,33; 8,23). Ciertamente existía un espontá­neo interés por efectuar algún tipo de contacto físico con la persona enferma (Mc 1,31.41; 6,56; 8,22-25). Jesús les tocaba, les tomaba de la mano o les imponía sus propias manos. Pero nunca hizo uso de ningún tipo de fórmulas rituales o invocación de nombres. Esta pudo ser una causa para que se le acusara de exorcizar en nombre de Beelzebul (Mc 3,22). En un determi­nado sentido Jesús sí hizo uso de la ora­ción espontánea (Mc 9,29).

   d. La negativa que se da a la exigencia que reclama una señal del cielo (Mc 8,11) nos permite ver cómo eran los milagros a los que Jesús accedía. Algunas personas -según Mc 8,11 son fariseos; se­gún Mt 12,38 algunos escribas y fari­seos, según Mt 16,1 fariseos y saduceos; Lc 11,16 habla inde­terminada­mente de «otros»- exigen a Jesús una señal. Plan­tean a Jesús la cuestión de su legiti­mación y aguardan que él se acredite, de la misma manera como los profe­tas realizaban milagros que los acreditaran (1 Sam 10,1ss; 1 Re 13,3; 2 Re 19,29).

   Aquí podríamos ubicar las dos tentaciones que aparecen reseñadas en Mateo y Lucas: convertir las piedras en pan para saciar a un pueblo hambrien­to (Mt 4,3; Lc 4,3) y lanzarse desde el alero del templo para que los ángeles lo recojan antes de caer al suelo (Mt 4,5-6; Lc 4,9-11). Esto habría generado la adhesión del pueblo y de las autoridades religiosas judías.

   «Los milagros que Jesús realizaba, afirma J. Gnilka, no eran -en el sentido literal de la palabra- mila­gros sobrecogedores. A los incrédulos no les basta­ban. Solamente se revelaban como actos de poder (dyna­meis) a quien se habría con la fe a Jesús».[6]

   Los milagros hoy

  Actualmente algunos de los milagros han quedado sorprendentemente disminui­dos, mientras que otros parecen haber desaparecido. Lo cierto es que, nuestra mentalidad es distinta de la bíblica: el hombre de Oriente medio, judío y helenista consideraba natural y casi obliga­torio que la divini­dad y sus enviados intervi­nieran en los episo­dios de la vida humana con el milagro; el hombre contem­porá­neo y seculari­zado piensa que tiene que liberarse de ciertos males y procurarse determina­dos bienes por sí solo, y en parte lo consigue con su ciencia y con sus inventos.

   Sin embargo, el milagro no puede considerarse «superado» ni siquiera en la situación de la Iglesia y del mundo occidental: por un lado, incluso, hoy se verifican curaciones excepcionales, que a veces son rigurosamente controladas (en Lourdes, en procesos de beatificación y canonización) y, debido a las cir­cunstancias, son consideradas como milagrosas por la autoridad eclesiásti­ca; por otro lado, algunos cristianos particulares y en grupos (carismáticos, pen­tecostales) piden y esperan de Dios gracias singulares, y a veces están conven­cidos de que las obtienen y de que las pueden considerar milagrosas.


[1] W. KASPER, Jesús, el Cristo, Salamanca 1992, p. 108.

[2] G. NILSSON, Die Religion der Griechen, Tubinga 1927, p. 89.

[3] D. GRACIA, Ética de los confines de la vida, Santafé de Bogotá 1998, p. 340.

[4] J. GNILKA, Jesús de Nazaret. Mensaje e historia, p. 170.

[5] Sin embargo, hay relatos que terminan con una confesión de fe o desencadenan el segui­miento de Jesús. El ciego de nacimiento dice a Jesús: «creo, Señor» (Jn 9,38); el endemoniado de Gerasa comienza a proclamar por la región lo que Jesús ha hecho con él (Mc 5,19-20) y el ciego de Jericó lo sigue por el camino (Mc 11,52).

[6] J. GNILKA, Jesús de Nazaret. Mensaje e historia, 162.