Domingo XXXII del tiempo ordinario (05 de noviembre de 2022)

Primera lectura

Lectura del segundo libro de los Macabeos 7, 1-2. 9-14

En aquellos días, sucedió que arrestaron a siete hermanos con su madre. El rey los hizo azotar con látigos y nervios para forzarlos a comer carne de cerdo, prohibida por la ley. Uno de ellos habló en nombre de los demás:

«Qué pretendes sacar de nosotros? Estamos dispuestos a morir antes que quebrantar la ley de nuestros padres».

El segundo, estando a punto de morir, dijo:

«Tú, malvado, nos arrancas la vida presente; pero, cuando hayamos muerto por su ley, el Rey del universo nos resucitará para una vida eterna».

Después se burlaron del tercero. Cuando le pidieron que sacara la lengua, lo hizo enseguida y presentó las manos con gran valor. Y habló dignamente:

«Del Cielo las recibí y por sus leyes las desprecio; espero recobrarlas del mismo Dios».

El rey y su corte se asombraron del valor con que el joven despreciaba los tormentos.

Cuando murió este, torturaron de modo semejante al cuarto. Y, cuando estaba a punto de morir, dijo:

«Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se tiene la esperanza de que Dios mismo nos resucitará. Tú, en cambio, no resucitarás para la vida».

Palabra de Dios.

Salmo responsorial: Sal 16, 1. 5-6. 8b y 15

R. Al despertar me saciaré de tu semblante, Señor.

Señor, escucha mi apelación,

atiende a mis clamores,

presta oído a mi súplica,

que en mis labios no hay engaño. R/.

Mis pies estuvieron firmes en tus caminos,

y no vacilaron mis pasos.

Yo te invoco porque tú me respondes, Dios mío;

inclina el oído y escucha mis palabras. R/.

Guárdame como a las niñas de tus ojos,

a la sombra de tus alas escóndeme.

Yo con mi apelación vengo a tu presencia,

y al despertar me saciaré de tu semblante. R/.

Segunda lectura

Lectura de la segunda carta del Apóstol San Pablo a los Tesalonicenses 2, 16 – 3, 5

Hermanos:

Que el mismo Señor nuestro, Jesucristo, y Dios, nuestro Padre, que nos ha amado y nos ha regalado un consuelo eterno y una esperanza dichosa, consuele vuestros corazones y os dé fuerza para toda clase de palabras y obras buenas. Por lo demás, hermanos, orad por nosotros, para que la palabra del Señor siga avanzando y sea glorificada, como lo fue entre vosotros, y para que nos veamos libres de la gente perversa y malvada, porque la fe no es de todos.

El Señor, que es fiel, os dará fuerzas y os librará del Maligno.

En cuanto a vosotros, estamos seguros en el Señor de que ya cumplís y seguiréis cumpliendo todo lo que os hemos mandado.

Que el Señor dirija vuestros corazones hacia el amor de Dios y la paciencia en Cristo.

Palabra de Dios.

Evangelio del día

Lectura del santo Evangelio según San Lucas 20, 27-38

En aquel tiempo, se acercaron algunos saduceos, los que dicen que no hay resurrección, y preguntaron a Jesús:

«Maestro, Moisés nos dejó escrito: “Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer pero sin hijos, que tome la mujer como esposa y de descendencia a su hermano . Pues bien, había siete hermanos; el primero se casó y murió sin hijos. El segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete, y murieron todos sin dejar hijos. Por último, también murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete la tuvieron como mujer».

Jesús les dijo:

«En este mundo los hombres se casan y las mujeres toman esposo, pero los que sean juzgados dignos de tomar parte en el mundo futuro y en la resurrección de entre los muertos

no se casarán ni ellas serán dadas en matrimonio. Pues ya no pueden morir, ya que son como ángeles; y son hijos de Dios, porque son hijos de la resurrección.

Y que los muertos resucitan, lo indicó el mismo Moisés en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: “Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob”. No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos».

Palabra del Señor.

Reflexión

Por: P. Pedro Pablo Zamora Andrade, C.Ss.R.

Introducción

El texto del Evangelio de este domingo es una defensa radical de la vida eterna, de la vida más allá de la muerte. Los protagonistas del relato lo conforman el Señor Jesús y un grupo de saduceos. Este grupo religioso judío, como cosa extraña, no cree en la resurrección de los muertos. ¿Es posible ser una persona religiosa y no creer en la vida eterna? Sí; los saduceos son una prueba de ello.

Los saduceos estaban compuestos por familias ricas, pertenecientes a la élite de Jerusalén. A ellos les bastaba con esta vida. ¿Para qué preocuparse de más? Eso sí, aspiraban a una vida terrena «con todos los juguetes», como dicen por ahí: con larga vida, con muchos bienes materiales, con muchos hijos, con ausencia de enfermedades y de enemigos. Se movían dentro de la doctrina de la retribución; es decir, si un judío era justo (cumplidor de la Ley), Dios tenía que retribuirle en esta vida con todos los bienes temporales antes anotados.    

Comentario al texto bíblico

Un grupo de saduceos aristócratas se presentan al Señor Jesús para ridiculizar la fe en la resurrección. Él, que siempre había sido tan sobrio para hablar de la vida eterna, reacciona elevando la cuestión a su verdadero nivel. Su concepto es distinto al de ellos y más cercano a la de los fariseos, que sí creían en la resurrección de los muertos.

Por eso le plantean el caso de la mujer que se casó con siete hermanos y, al final, murió sin dejar hijos. Es una referencia explícita a la «ley del levirato». Así dice el libro del Deuteronomio: «Si unos hermanos viven juntos y uno de ellos muere sin tener hijos, la mujer del difunto no se casará fuera con un hombre de familia extraña. Su cuñado se llegará a ella y la tomará por esposa y cumplirá con ella como cuñado, y el primogénito que ella dé a luz perpetuará el nombre de su hermano difunto; así su nombre no se borrará de Israel» (25,5-6).

El caso concreto al que hacen referencia el grupo de saduceos se encuentra en el libro de Tobías. La mujer se llamaba Sara, hija de un judío llamado Ragüel, residentes en el exilio. Se había casado siete veces y sus esposos habían muerto la misma noche del matrimonio. Ella lo atribuía a un demonio Asmodeo; sin embargo, una criada estaba convencida de que era ella misma quien los mataba (3,8). ¿Complejo de Electra? Eso dicen algunos expertos.

El dilema que le propusieron los saduceos al Señor Jesús era: Si existe la resurrección de los muertos, «¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete estuvieron casados con ella» (20,33). Detrás de esta pregunta está el supuesto de que la vida futura es una continuación de la vida presente. Allí está el primer error. La vida futura no es una simple continuidad de la vida presente. Es una total novedad. Se equivocan quienes representan la vida futura a partir de nuestras experiencias actuales. Ya lo decía san Pablo a los cristianos de Corinto: «Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni hombre alguno ha imaginado, lo que Dios ha preparado a los que lo aman» (1 Cor 2,9).

Así aparece propuesto en el texto que estamos comentando: «Los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios porque participan de la resurrección» (20,35-36). La vida eterna establece unos nuevos lazos de unión. Ya no son los lazos familiares o de sangre (filia), ni afectivos (eros), sino fraternos, de hermanos (ágape). A eso hacen referencia los «ángeles». Ellos, según la concepción judía, no tienen sexo y, por tanto, están exentos de la pulsión sexual, presente en los seres humanos y en el mundo animal. Aquí es necesaria la atracción de los sexos en orden a la reproducción, a la conservación de la especie, pero en el cielo no.                 

A modo de conclusión o síntesis

El evangelio de este domingo nos invita a renovar nuestra fe en la resurrección de los muertos: nuestro Dios es Dios de vivos, no de muertos (20, 38). Los que creen lo contrario, se equivocan. ¿De qué nos serviría nuestra fe si Dios nos hubiera arrojado en el mundo para prescindir después de nosotros? De las manos de Dios salimos y a él retornaremos después de cumplir nuestra misión en este mundo. Decía san Agustín: «Nos creaste, Señor, para ti e inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en ti».

La resurrección de los muertos es el centro de la fe cristiana. Sin resurrección, nuestra fe en el Señor Jesús no tendría sentido: «Si nuestra esperanza en Cristo Jesús acaba con esta vida, somos los hombres más desgraciados» (1 Cor 5,19). Dios Padre que nos ama totalmente, no puede limitar su amor a nuestro paso por esta tierra.

Creemos en la resurrección, la esperamos, pero no podemos demostrarla ni imaginarla. Somos un poco como el niño en el seno de su madre, antes de nacer: ¿qué sabe de la vida que le espera? Pero la vida que le espera es una realidad, aunque él no pueda imaginarla.  

¿Qué o cómo es la vida eterna? No es una simple continuación de la vida presente. Es una novedad que está más allá de cualquier experiencia terrena. Es una vida preparada por Dios para el cumplimiento pleno de nuestras aspiraciones más hondas. Lo propio de la fe no es satisfacer ingenuamente la curiosidad, sino alimentar el deseo, la expectación y la esperanza confiada en Dios.  

Y para concluir este comentario, una recomendación como añadidura. Ya que los redentoristas de la futura provincia de Bogotá-Caracas-Quito estamos reflexionando en este año sobre la familia, sería bueno recordarles a nuestros fieles que el matrimonio tiene fecha de caducidad, que termina con la muerte. La fórmula del consentimiento matrimonial concluye diciendo: «hasta que la muerte nos separe». Ese es el trato. Tanto es así que, si uno de los cónyuges muere y el otro se quiere volver a casar, lo puede hacer. Nadie lo podrá acusar de bigamia. Por tanto, suprimir el «de» o «viuda de» en las intenciones de la misa, es algo que entra en esa misma lógica evangélica. El vínculo acaba con la muerte, así haya gente que no lo quiera aceptar. Que así sea.